La vida no es como la vivimos, sino cómo la recordamos para contarla. Gabriel García Márquez
Aún no hay luz. Todo está en silencio. ¡Mierda! ¿Por qué será tan
preciso mi reloj interno? Mi cabeza funciona a mil revoluciones antes incluso
de que suene a la alarma del despertador. Espero. Espero. Espero lo que me
parece una hora completa hasta que cojo el teléfono de la mesilla de noche,
miro la hora y descubro para mi sorpresa que efectivamente aún no son las siete
de la mañana. Es domingo, hoy no sonará la alarma. Cierro de nuevo los ojos. Intento
acomodarme para volver a dormir, aunque sé que es imposible una vez que mi
cerebro se activa. Me muevo en la cama buscando el frescor de las sábanas y mi
pierna choca contra otra pierna. Abro los ojos, ahora definitivamente
despierta. ¡Uf! Hay amaneceres que no deberían llegar.
Salgo de la cama lo más silenciosamente que puedo y me encierro en
el baño. Recojo la ropa de la noche anterior del salón, me visto y salgo de
casa. Necesito aire y café.
No es como si no recordara nada de lo que pasó anoche. Salimos,
bebimos, cenamos, bebimos y terminaste en casa y... seguimos bebiendo. No es
una novedad. Pero creo haberme propuesto desde hace un tiempo tratar de no
escabullirme como un ladrón de mi propia casa por la mañana. La conversación
siempre es más complicada después.
Dos horas después volví a casa. Confieso que con la esperanza de
que te hubieras ido. No entiendo ni cómo pude pensar que se cumplirían mis
deseos más nimios, tal y cómo iba la semana era seguro que estarías dormido
como un tronco en mi cama o, peor aún, tomándote un café como si estuviera en
tu casa. Fue lo segundo.
- Ya pensé no volverías - directo como siempre...
- Es mi casa. En algún momento tenía que volver.
Lo dije mirándote a los ojos. Bajar la mirada a tu pecho desnudo
era demasiada distracción para una persona con los sentidos aún aturdidos por
la falta de sueño y el exceso de cerveza. En realidad, una tentación para
cualquiera y en cualquier situación.
Solté el bolso sobre la mesa del salón y me puse un café, el
tercero de mañana. La cocina olía de maravilla a café recién hecho… a ti.
- ¿Qué vas a hacer hoy?
- Nada en concreto -contesté- Tirarme en el sofá, leer, ordenar el
trabajo para mañana... ver alguna serie. Es domingo.
- ¿Nos hacemos una ruta por la sierra? ¿Comemos juntos? -Rodar
kilómetros abrazada a ese torso era una tentación difícil de resistir. Después
vendrían los malos entendidos, la madre súper protectora, mi casa como si fuera
un hotel, las peleas por el espacio sentimental o físico, la vergüenza de que
nos vean juntos. No era la primera vez ni sería la última, pero hoy me estaba
costando trabajo darle un sí. Me quedé mirando al vacío esperando que la
respuesta adecuada subiera a mis labios como por arte de magia. ¡Qué difícil es
mediar entre las ganas y el cerebro un domingo por la mañana!
- No sé si merece la pena
- Siempre... contigo siempre merece la pena.
Y así empezó un domingo cualquiera de una semana cualquiera de las
muchas en las que ganaron las ganas.